Hoy, muchas corrientes sociales y
políticas enfrentamos el dilema de reconocer el resultado de una
elección presidencial y, por supuesto, a su ganador.
Los mexicanos hacemos bien al elegir
continuar transitando por la vía institucional. Sin embargo, es
menester que también reconozcamos la urgente necesidad de
transformar las instituciones como la mejor manera de revitalizar
nuestra democracia.
Se reconoce, entonces, que actores y
partidos políticos actúan de manera lejana al interés general -por
supuesto, con notables excepciones en todos los frentes-. Se reconoce
la necesidad de una mayor apertura a hacerse de candidaturas
verdaderamente ciudadanas.
Se reconoce que, en México, la vía
para resultar ganador en una elección popular no distingue el
método: es tan válida la victoria que se obtiene por la vía legal
que por la vía ilegal. Tampoco distingue formas ni ética. Un
candidato presidencial (y eventual Presidente) materializó bien con una frase la democracia electoral en
México: "ganar haiga sido como haiga sido”.
Se reconoce que los partidos políticos
reciben demasiado dinero del erario público. Ello –aunado a la
falta de legalidad arriba mencionada– les permite coaccionar y
comprar la voluntad de los mexicanos, especialmente de los sectores
más marginados.
Al mismo tiempo, se reconoce que los
partidos políticos también recurren a un financiamiento privado,
que en buena medida continúa estando en la opacidad y lejos de los
ojos del electorado.
Se reconoce que el Instituto Federal
Electoral está perdiendo aceleradamente su condición como garante
de confiabilidad electoral. Resulta impresentable como un instituto
ciudadano cuando sus dirigentes son el resultado de un arreglo
eminentemente político-partidista. Tampoco se justifica su elevado
costo, ni debiera continuar sin medios legales para agilizar y
reforzar la vigilancia de los candidatos y partidos en competencia
electoral.
Se reconoce que lo que está fallando
es, más allá de un candidato, un sistema: el sistema
político-electoral mexicano. Porque nos cuesta mucho y es poco
confiable; porque es un andamiaje institucional que no garantiza
legalidad ni una competencia equitativa; porque obedece al interés
del contendiente y no del elector. Ese sistema, como un todo,
defrauda el interés general de la sociedad mexicana.
Es así, en este marco, que propongo
avanzar hacia el reconocimiento de Enrique Peña Nieto como
Presidente de la República.
Negar la existencia de la figura del
Presidente sólo conlleva a la parálisis institucional y nos impide
avanzar hacia la transformación efectiva, y de fondo, del sistema. También
conduce a la marginación de las decisiones que habrán de tomar aquellos actores que ya han decidido reconocer al ganador.
Pero también, por todas las razones
egrimidas, resulta esencial reconocer al nuevo Presidente de la
República (y a toda la clase política en sí) desde una postura crítica. Reconocer su presencia como
parte de un sistema, de un todo que falla, que lastima. De un todo
que, sencillamente, no puede continuar por el mismo camino.
Reconozcamos a los actores,
reconozcamos al sistema. Sólo así podremos encontrar la puerta
hacia su transformación.